Un día, así, de golpe, sin avisar, vino papá a casa con tres niños. Dijo que eran sus hijos, y no quise preguntar más. No recuerdo sus nombres. Mamá los miraba de arriba abajo con una sonrisa nerviosa. Y eso me bastaba.
Eran dos niñas y un niño chiquitín. La mayor, medio rubia, me sacaba la cabeza y tenía dos años más que yo, con unas caderas tan anchas que parecía una pequeña madre. Sonreía como si llorase. Le sacaba cuatro años a la otra, que tenía bigote y era en exceso morena, con tanto pelo como un cromañón. El niño, con los pañales cagados y sus ojos de sapo que miraban mis juguetes con ansia, parecía no enterarse de nada. Corría por toda la casa, para arriba, para abajo, tirándome los camiones por el suelo y propinándoles patadas. En cuanto entró en mi habitación, sin pedirme permiso, me revolvió mi colección de soldados que volaban por el aire ante mi desazón. Las otras dos, por el contrario, apenas abrían la boca ni hacían ruido, no hablaban nada, como si se les hubiese comido la lengua el gato. Miraban con envidia por todos los rincones de mi casa con unos ojos enormes llenos de  miseria.

Al parecer, el primer día vinieron sólo de visita, y a las niñas se les notaba que tenían miedo de mamá; pero ella era amable y cariñosa y les hizo chocolate y les dio galletas de nata. No me gustaban esos hermanos que de pronto me habían salido de debajo de una piedra. No entendía como papá pudo guardar el secreto de esos niños durante tantos años. No entendía muy bien, pero no me gustaban esos hermanos que me miraban con envidia. Después del chocolate, que engulleron como vagabundos, se sentaron a ver la tele con sus sucios zapatos sobre el tresillo de terciopelo. Las niñas no me quitaban el ojo todo el rato, iban mal vestidas, y con disimulo, se tiraban la falda para abajo para taparse la roña de las rodillas. Llegué a pensar que papá los había encontrado en la calle, y que me quería gastar una broma, que luego se irían para no volver nunca más, con una bolsa de comida bajo el brazo y mi ropa vieja. Y así fue, a las ocho de la tarde, papá los metió en el coche con una bolsa de plástico que llenó mamá de chucherías que sacó de la despensa, y otra con la ropa que se me había quedado pequeña y que mamá guardaba en el desván. Me negué a darles ninguno de mis juguetes.
Al domingo siguiente volvieron a merendar y salieron igual que la otra vez: con una bolsa de comida y más ropa mía, pero en esta ocasión se llevaron los juguetes que hacía mucho que no usaba. Me enfadé tanto que me encerré en mi habitación a llorar cuando esos tres impostores salían por la puerta y mi padre los volvía a meter en nuestro coche. No iba a permitir que volvieran otra vez, y menos a llevarse más cosas de mi casa. Y mamá tampoco.
Pasaban las semanas y no me atrevía a preguntar por ellos, por si acaso, y en casa nunca se hablaba de esos hermanos, como si fueran tres fantasmas que aparecían a merendar. Pero llegaron una tarde de sábado, cerca de navidad, ya con ciertas confianzas que yo no pensaba tolerar. Unos días atrás, habíamos puesto el Belén entre mamá y yo; estaba genial, con peces en el estanque y un río con agua de verdad. Me dio una rabia…. Después de merendar; que era lo primero que hacían, los muertos de hambre, me destrozaron el belén y, luego, se metieron en mi habitación a desordenármela y a intentar llevarse lo que les diera la gana, cuando comenzaron a ponerse malos, pero bien malos, con terribles dolores de barriga. Yo, al principio me asusté, al ver que se ponían verdes con terribles espasmos. Se retorcían sobre mi alfombra, los tres miserables. Papá se los llevó rápidamente al hospital muy preocupado, y yo corriendo ayudé a mamá a recoger la cocina y a meter todo en el lavavajillas. Dejamos la casa bien limpia y ordenamos el belén; faltaban varias figuritas, que yo estaba seguro que me las habían robado esos impostores. Por la noche, llamó papá muy triste y le dijo a mamá que mis hermanos se estaban muriendo. Acto seguido sonó el teléfono de nuevo, pero no era él. Era la voz descompuesta y afligida de una mujer que quería matarnos. Pero mamá, amablemente, la invitó a subir a casa para darle ciertas explicaciones que esa señora quería saber. Me metí en mi cuarto a toda prisa y pegué el oído a la puerta cuando el timbre sonaba.
Un grito de bruja recorría el pasillo de mi casa, como un alma en pena. Mi madre hablaba bajito, con esa voz dulce que me emociona. Sólo se le oía a la loca; mi madre, tan educada, seguro que escuchaba atenta los suplicios de aquella mendiga. Entorné la puerta de mi habitación y vi su falda, negra y sucia como las rodillas de sus hijas, porque me di cuenta enseguida de que era la madre de esos hermanos que se morían en el hospital. Salí de mi cuarto y, corriendo, me escondí debajo de la mesa del salón donde la mujer tomaba el té que mi madre le había preparado para calmar su desazón. Vi las piernas finas y ensedadas de mi madre desaparecer, y al minuto regresó con un fajo de billetes que la mujer de la falda sucia se metió entre las tetas. Enseguida se largó como un mal viento, tras tomarse otra taza de té, que insistió mi madre que le sentaría muy bien.
Hasta el día siguiente de aquel suceso no apareció mi padre, alicaído, triste y con mal humor: los niños habían muerto, y la mujer de la falda sucia estaba en la U.C.I. ; seguro que no vivía para contarlo. Y así fue.
Mamá, durante esos días parecía contenta y se afanaba más que nunca con la limpieza de la casa. Yo le ayudaba encantado y feliz a dejarlo todo bien limpio; no volvería a ver nunca más a esa mala familia. Al fin y al cabo eran sólo medio hermanos que no conocía de nada.
Al poco tiempo, no había pasado todavía el luto de los niños, cuando tuvimos que ingresar a papá en el hospital. Se murió en un santiamén. Y mamá y yo dimos otro repasito a la cocina para que reluciera. Entonces, me dio mucha pena, tan joven y se iba a quedar solita, pero me dijo que no llorara, que papá había elegido su propio destino, y que en el cielo iba estar muy bien acompañado.
Dos de diciembre, 2010 

Ilustración: El pájaro de plumaje desplegado vuela hacia el árbol argénteo. Joan Miró

8 Comments

  • doble visión Posted 18 octubre 2011 12:52 pm

    Terrible familia… intenso relato!

    saludos
    marcelo

  • ana vivero Posted 19 octubre 2011 7:51 am

    Es una maravilla, Mercedes.Como el resto de esta serie de relatos de niños malos. Me gustan mucho. Continua escribiendo, que yo continuaré leyendo tus obras.
    Besos

  • Ricardo Guadalupe Posted 19 octubre 2011 7:58 am

    Muy bueno. Me aterra esa gente que exalta tanto la limpieza, pareciera que le quisieran limpiar también a uno.
    Un abrazo

  • NIMRIL Posted 19 octubre 2011 3:10 pm

    Cuando dos se ponen verdaderamente de acuerdo no hay quien los detenga. Me encanta, hay cosas que no se pueden tolerar, je.

  • Anónimo Posted 19 octubre 2011 10:08 pm

    Jaime Arturo : Lo llamativo en la historia es , que ante semejante tragedia (Cinco muertos, en un santiamén )el narrador mantiene una descomunal " cara de palo ". El manejo del lenguaje es sobrio, pero efectivo. Un abrazo,Mercedes.

  • Gastón Segura Posted 20 octubre 2011 8:52 am

    Por favor, Mercedes, no me invites a merendar.

  • Anónimo Posted 20 octubre 2011 3:20 pm

    Me encanta

  • José A. Carbonell Posted 21 octubre 2011 8:38 am

    Me gusta, Mercedes. La crueldad encarnada en un niño y su madre se hace todavía más terrible.
    A mi juicio, quizá le sobra alguna anticipación de la voz narrativa: "Esperamos su regreso. Y así ocurrió, aunque tardaban en aparecer." Simplemente, eliminaría esas dos frases.
    Buen trabajo.
    Besos.

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