Se fue sin decir adiós. Ni una caricia sobre mi rostro herido, ni una palabra sobre un papel en blanco que me dijera que nunca más iba a regresar. Que se había terminado. Como se termina el día y comienza la noche desde la ventana de nuestra habitación. Una ventana que observa tranquila el paso de las madrugadas vacías, repugnantes, que odio como se odia a ese animal salvaje que se revuelca bajo mis sábanas y me dice que tengo que matarlo.
Yo nunca he matado nadie, ni tan siquiera a una mosca; odio su aleteo moribundo y el zig zag seseante de sus alas precipitándose contra el suelo. Mientras hacía la cama y retiraba las sábanas todavía con el olor de su cuerpo y las marcas de su piel, pensaba en la forma en que merecía morir, de qué manera debería acabar con esa vida mezquina que no sabía administrar. Un vida simple, gris, monótona y aburrida desde que se levantaba para ir a la oficina hasta que cerraba los ojos sobre mi almohada con el olor de mi sexo en su boca.
La última vez que desayunamos juntos le dolía la cabeza. «Cada vez es más compilado complacerte, cariño», dijo con un tono de voz que no me gustó nada, como si estuviera cansado de amarme, como si mi cuerpo ya no fuera la aventura que había deseado desde niño. Llevaba tiempo que la desgana le rondaba. Las últimas madrugadas me llegó a acusar de egoísta e insaciable, y que ya no le despertara más en medio de la noche para pedirle el amor que me desvelaba. «Ya, ya, que mañana me caeré de sueño», repetía como un disco rayado al principio de la canción, una canción aburrida que sonaba cada noche entre el vacío de mis piernas y de mi sexo aburrido.
Esa mañana llevaba puesta la chaqueta de pana verde que le regaló su madre en su último cumpleaños, todavía con la tostada en la boca que mordisqueaba mientras llamaba al ascensor. Y con el maletín en la mano y esa chaqueta con coderas de progre de Vallecas se despidió de mí abandonándome para siempre. Pero yo lo sabía, lo sé ahora, y si me hubiera figurado que me iba a abandonar lo hubiera empujado por el hueco de la escalera, y hasta me hubiera asomado para verle precipitarse por las ocho plantas hasta escuchar el plof de su cuerpo estrellándose contra el zaguán. El portero correría alarmado desde su garita, gritando, llevándose las manos a la cabeza al ver despanzurrado el cuerpo de un vecino sobre las losas de mármol. Con el cráneo reventado. Yo cerraría la puerta de mi casa y me pondría a tender la ropa, a pasar el aspirador y a prepararle ya a la cena -porque viene con mucho apetito del banco- hasta que la policía llamara a mi puerta para comunicarme que mi marido había caído por el hueco de la escalera y que me pusiera algo presentable porque debía acompañarlos a declarar.
Pero, desgraciadamente, esa mañana no le empujé por la barandilla que se asoma a un precipicio de ocho plantas. Sé, que ha vuelto a casa de su madre. Menudo cobarde que se esconde entre las faldas de una viuda, que según las malas lenguas dejó morir a su marido. Enfermó de algo extraño en un viaje a una isla del Pacífico; se le infló el vientre y dejo de comer hasta que pereció de inanición, débil y convulso. Por entonces no éramos novios, vivíamos en el mismo barrio y nos conocíamos sólo de vista desde pequeños. De mayores empezamos a coincidir en el autobús al regreso de la universidad, charlábamos sin muchas ganas y nunca se nos ocurrió quedar, siempre llevaba sobre los hombros una mochila de militar llena de libros que nunca leía. No sé cómo una día abordó el tema y me pidió salir. A las dos semanas de frecuentar los cines del barrio y algún que otro café se me declaró en matrimonio. En cuestión de un par de meses preparó la boda en un santiamén, a espaldas de su madre recién enviudada, sin que apenas me diera tiempo de despedirme de mis amigas, medio escondidos de todos.
El tiempo corría, y a pesar de todas mis preguntas, jamás pudo explicarme claramente la muerte de su padre, ni de su trágica enfermedad que debió de vivir en primera persona y en el seno oscuro de aquel siniestro hogar decorado con máscaras salvajes, colecciones de mariposas y objetos antropomorfos de tribus perdidas por el mundo que ese hombre del bigotillo amontonaba por toda la casa.
No hago más que darle vueltas a esa muerte y llego a la conclusión de que pudo se envenenado. Cómo no se me había ocurrido antes. Cuánto tengo que aprender todavía… Me siento una novata. Pienso llamar a la viuda y preguntarle por el difunto y por mi marido, a ver qué me contesta. Lo más seguro es que ella acabara con el padre para quedarse con el hijo, pero el plan no le debió de salir bien porque el niño se casó conmigo, tan de repente y sin acabar la carrera, menos mal que encontró un empleo en el banco por medio de un amigo.
¿Y si ahora es ella quien desea vengarse de la desobediencia de su vástago por casarse sin su aprobación y por su repentina huida del hogar materno, abandonándola a ella y a sus expectativas de un futuro para los dos? Ahora, lo tiene a su antojo. Espero que no se me adelante y que sea yo quien acabe con la vida de ese abandonador; si es que ella alberga tal propósito. ¿Y si no fuera así y pretendiese quedarse con él para siempre arrebatándomelo definitivamente? Veo sus dientes de tiburón rodando mi matrimonio para despedazarlo y llevarse lo que es mío desde aquel día en el autobús en que me pidió que saliera con él.
Sería un placer quitarlos a los dos de en medio si llegaran a confirmarse mi sospechas. No sólo debería de acabar con mi marido; ahora que lo pienso, también ella me ha proporcionado un nuevo reto. Una viuda desvalida encerrada en un piso como un mausoleo de otra época, preparando delicadamente la comida a su prófugo retoño, colocándole el plato con mi cabeza sangrante sobre el mantel de hilo, junto al platito del pan y la jarra de agua. Los veo brindando sobre mi cabeza, escarbando con el tenedor entre la carne de mis mejillas, troceándome la lengua con el tenedor de plata para llevársela a la boca en un festín antropófago, y recrearse después en el incesto más abominable sobre la cama en que murió el antropólogo inocente.
Veo, veo, como en una bola de cristal las intenciones de la viuda, aprovechándose de la necedad de su hijo que no sabe cómo tratar a una esposa inteligente que lo ama por encima de la vida y de la muerte, ignorando que su esposa va a cumplir las órdenes de Dios tal y como lo dictó a través del párroco que nos casó: «… hasta que la muerte os separe».
Y aunque la muerte se disfrace con el cuerpo de su madre, ha de ser la muerte, muerte, sin disfraz, quien se lleve a mi marido, y ya de paso al diablo de su madre.
Publicado en la revista Resonancias. org. Octubre 2011.
2 Comments
Daniel Diez Crespo
Es un texto con párrafos exquisitos, y descripciones que me han abofeteado como fotografías.
Ha sido toda una sorpresa de viernes tu lectura.
KENIT
Hay ausencias que parecen tan reales.
Un saludo.
Buen relato.