Clavado con cuatro chinchetas sobre el goteé de la pared, mi madre había colocado en su dormitorio una enorme fotografía a todo color de Marilyn Monroe. No había una virgen o un crucifijo en la cabecera de esa cama para guardar los sueños y las pesadillas de un matrimonio, como era costumbre en los años sesenta del siglo pasado en todos los dormitorios de todos los hogares católicos en España.
No sé por qué digo lo de católicos, cuando todos éramos católicos, apostólicos y romanos entonces, aunque fuese para guardar las apariencias y no nos tacharan de indeseables. Así que era sumamente chocante la imagen que enmarcaba la cama marital de mis padres cuando abrías la puerta y te abofeteaba el rubio platino de la fotografía de Marilyn desbocando un terremoto extraño de sensaciones, a veces muy desagradables para una niña, porque era la cama sagrada de mis padres, con esa mujer en lo alto, una boca atrozmente abierta, labios carnosos de rojo carmín y sonrisa hechicera. Era la viva imagen de algo oscuro y pagano que nadie en casa se atrevía a nombrar.
Nunca le pregunté a mi madre por qué lo había hecho; porque había sido ella quien había colocado esa fotografía tan llamativa, que al pasar mi abuela se santiguaba como una beta, sin abrir la boca, y que estuvo en ese dormitorio marital durante más de treinta años sin que nadie se atreviera a preguntar jamás a mis padres, por lo menos delante de mí, ¿por qué el rostro provocativo de una despampanante rubia norteamericana custodiaba los sagrados quehaceres de un matrimonio tan español? Y nunca lo sabré, porque mis padres ya no existen sobre la faz de la tierra ni bajo las sábanas de esa cama sagrada. Pero ahora, con los años, creo que puedo imaginarlo; y me alegro. Creo haber descifrado los anhelos de mi sabia madre.
Montreal, 1 de septiembre de 2024.
Nota: este cuento no es un relato de ficción.