Los tipos duros sí bailan. Mercedes de Vega |
Este cuento es todo un propósito de admiración a una de las mejores novelas de género negro, que para mí, se hayan escrito nuca: Los tipos duros no bailan. Y por supuesto una gran obra literaria poco común de encontrar en este tipo de textos.
Norman Mailer es el más delicioso de los narradores en una novela cuyo duro protagonista fascina a cualquier escritor que aspire a construir una buena obra de intriga.
En fin, ficciones que hablan de ficciones y criminales que a lo mejor nuca lo fueron, como este mío que aquí dispongo para entregarle a las redes de mi blog.
bailan
Madden —dijo Regency—.
hablando de filosofía”
bailan
Me vi despertar con el estómago destrozado, solo y despanzurrado en mi sofá y en compañía del gato de Rebeca. La luz estaba desapareciendo del balcón. Tuve una sensación de desasosiego y sentí compasión de verme derrotado.
Mi ser se desintegraba. Las sienes me latían acosadas por la resaca y el descontrol de la noche anterior, y un terrible presagio me llenó de incertidumbre. El salón olía a mazmorra y el gato se había orinado en uno de mis zapatos. En cuanto pude recobrar la visión, le vi esos ojos traidores, amarillos, como lluvia ácida abrasándome la cara. ¿Por qué el puñetero gato de Rebeca me miraba con el odio que creí ver en sus pupilas, subido y repanchingado en la maleta de mi mujer, que vi entonces en medio del salón? Nunca me gustó ese gato sin raza. No me gustan los gatos. Pero por conservar a Rebeca hubiera hecho cualquier cosa, hasta asesinar.
Esa, esa palabra; no, no quería ni pensar en esa palabra: a-s-e-s-i-n-a-r. Tuve un terrible presentimiento. Me venían imágenes desconcertantes a la cabeza. Una sensación de agobio me subía por la garganta reseca del güisqui con el que debí continuar anoche cuando llegué a casa, porque vi la botella de Johnnie Walker vacía, tirada sobre la alfombra. Y ahí estaba la maleta de Rebeca, bajo el culo del gato. Empezaba a recordar lentamente. Esa maleta ahí, en medio, significaba que todavía mi mujer no se había largado con Eduardo. Me alarmé al verme la camisa que llevaba puesta. Me la regaló alguien en una de esas tontas reuniones de amigo invisible, con unas flores atroces y, que yo en mi sano juicio, nunca me pondría. Ni para estar por casa.
Me incorporé del sofá hecho unos zorros. Me dolía el alma. Otra borrachera descomunal. El gato me seguía observando y pensé en Rebeca. Reconozco que discutíamos, pero eso le pone de buen humor y a su manera es feliz, sacando las uñas para afilárselas en mi cara cuando esto sucede, demasiado a menudo. Yo le doy cancha y le sujeto las muñecas para acabar haciendo salvajemente el amor con ella. Eso le encanta a mi mujer. El alcohol y las drogas habían pertenecido a nuestro escandaloso pasado como nos pertenece la infancia, pero agua pasada no mueve molinos, o eso queríamos creer.
Al espabilarme tuve el fatídico presentimiento de que ya no la volvería a ver. Creí recordar que Rebeca había decidido abandonarme. Una mujer como ella era normal que al final acabara por largarse. Yo soy un don nadie, un tipo burlón y ocurrente, y a Rebeca siempre le hizo gracia que escribiera, aunque fueran libritos de autoayuda para yonquis y subespecies diversas con la soga al cuello en busca de una mano amiga que los ayude a salir del pozo en el que yo mismo había buceado durante algunos años, pero eso también era agua pasada. Ahora, por primera vez en mi vida, disfrutaba de un empleo de oficinista a media jornada, tiempo de sobra para escribir, y lo hacía mejor que nunca, tras pasar por varios talleres de escritura que abandonaba en las tres primeras sesiones, ¡espantado! Rebeca parecía contenta jugando a ser la esposa de un escritor, sin mucho convencimiento, porque me daba palmaditas en el hombro mientras se pasaba las horas subida a la cinta de correr hasta sudar como si acabara de salir de la ducha. Y con mujeres como ella nunca tienes la certeza de que te estén diciendo la verdad.
La resaca se volvía una feroz angustia en mi estómago. No deseaba presenciar mi fracaso, ni ver cómo me ponía los cuernos fugándose con ese tipo, creo que a París; ¡sí a París!; ni volver a oír su estúpida voz en el hipotético caso de que regresa con él a Madrid, en cuanto se aburriese de verle la cara de fantasma, envuelto en su manto de armiño, durante día y noche, y se aburriese de su absurdo aliento a pastillas de menta. Me llamaría desde algún restaurante caro y concurrido, de esos que a uno se le nubla la vista cuando el maître te desliza sobre el mantel de hilo la bandejita de plata y ves la factura con tantas cifras que ruegas a Dios que te toque el décimo de lotería que guardas en la americana. Esperaría a los postres y, con los efectos de las dos botellas de champagne que es capaz de beberse mi mujer, sin mojarse los labios, me llamaría al móvil para darme en los hocicos su recién comprada y exclusiva felicidad. Rebeca es de ese tipo, siempre le encantó hacerme rabiar y pavonearse para dejarme claro que soy un náufrago rescatado del Titanic, pero de tercera o cuarta clase.
Y en el fondo de mi ser esperaba que ella, tarde o temprano, consumaría el acto de largarse con el primero que le ofreciera una vida mejor. Pero lo que nunca imaginé, ni en el peor de mis sueños, es que yo pudiera ser capaz de llevar a cabo, con bastante exactitud y para evitar la hipotética llamada de Rebeca desde el hipotético restaurante, las locas ficciones de una novela, que, por cierto, había leído en dos ocasiones. Siempre me asombró la retorcida fantasía del autor: el viejo y potente Mailer. El Mailer duro y seductor de Los tipos duros no bailan que le fascinaba a Susana. ¡La dichosa Susana! Ella misma se encargó de regalarme esa novela la famosa noche que vino a cenar a casa con Eduardo, su segundo y rebuscado marido. Nunca supe de dónde narices los sacaba.
Empezaba a comprender. Según se oscurecía el salón, mi cabeza se recomponía lentamente. Tuve la impresión de que Susana ya no era mi gran amiga de juventud. Nos conocemos desde el instituto. Creo que con ella me une (o unía) un vínculo especial desde que nos graduamos, cuando se convirtió, de la noche a la mañana, en una rubia oxigenada y escondió sus zapatos planos para siempre en lo más profundo de su ser. Es remilgada y convencional y nunca sabes lo que está pensando de verdad. Sus ojos brillan como si estuviera siempre a punto de cometer un asesinato. Y durante todos estos años hemos cuidado nuestra amistad con delicadeza, como un jardín en el que no queríamos ni pisar, hasta que le presenté a Rebeca, nada más conocerla. Se cayeron razonablemente bien. Las dos tan rubias, y compitiendo por ser la reina de la noche, me hacía gracia de verdad. De vez en cuando salíamos los tres, y luego con las parejas sucesivas de Susana, hasta que conoció al segundo hombre de su vida (o eso dijo), reencarnado en la atontada figura de Eduardo. Un tipo con aire de haber salido de un partido de polo, porque juega al polo, y con más dinero que la fábrica de la moneda, su principal y máximo atractivo con las mujeres.
Y, santo Dios… ¿Por qué las navidades pasadas tuve la infeliz idea de invitarlos a cenar a casa? Para mi sorpresa Rebeca se metió en la cocina (algo inusual) y preparó un estofado con chocolate (cuyo ingrediente principal no era el caco si no el hachís). Gracias a ese mágico componente, que los cuatro compartíamos como se comparten los secretos, nos estuvimos riendo como auténticos idiotas durante toda la noche, hasta terminar con el mueble bar completo. A las cuatro de la madrugada, Eduardo y mi mujer estaban tiesos en el sofá y Susana y yo bajamos al Seven de María de Molina a por una botella de güisqui y más cigarrillos.
Cuando regresamos la habían armado.
Rebeca y Eduardo estaban en nuestro dormitorio. Se apareaban como auténticos cangrejos. Mi primera reacción fue echarme a reír como a quien le cuentan un chiste que no entiende, pero Susana montó en cólera. Jamás la había visto tan fuera de sí. Su rubio y esponjoso cabello se erizó como las crines de un caballo a setenta kilómetros hora. Mi reacción no fue menos veloz pero me lo tomé con cierta filosofía. Susana corrió hacia mi sofá del salón insultando a mi mujer, como poseída por el Diablo, y se dejó caer. Se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. Yo la abracé para consolarla. Creo que el colocón de Rebeca y de Eduardo era más descomunal que el nuestro porque no tuvieron ni el detalle de echarse las sábanas por encima en cuanto abrí la puerta con la botella de güisqui en la mano para ofrecerles un trago. Reconozco que yo iba muy, pero que muy borracho, y pensé que Susana había perdido el juicio, pues seguía llorando y maldiciendo a mi mujer, a su marido y al pobre gato que huyó de una patada en el trasero que le atizó la buena de mi amiga.
—¡Es una ramera! ¡Jesucristo, cuánto la odio! ¡Quiero irme de aquí, por favor, Rafa, sácame de aquí!
¿Qué podía hacer más que abrazarla otra vez? Cogí las llaves del coche y la llevé a su casa. A mi regreso, Eduardo había desaparecido y Rebeca dormía a pierna suelta sobre las sábanas. Por la mañana, a ninguno de los dos nos apeteció mencionar el incidente nocturno y corrimos un velo como quien baja el telón de una horrible obra, hasta que ayer Susana lo levantó, y bien levantado.
Desde esa noche dejamos de salir con Susana y Eduardo y no volvimos a verles, como es natural. Aquella torpeza de mi mujer supuso un antes y un después en nuestras vidas. De aquello hacía más de diez meses. Y ayer Susana se presentó en mi oficina de los ferrocarriles para invitarme a almorzar. Estaba seguro. Los exalcohólicos tenemos un olfato especial para oler la verdad que no deseamos ni ver al día siguiente. Empezaba a acordarme con bastante soltura, considerando la borrachera de novato de la noche anterior. El dolor de cabeza me dejaba de atormentar.
Recuerdo que me sorprendido gratamente volver a reencontrarme con Susana, aunque por su serio rostro, pues se mordía el labio inferior continuamente, algo le preocupaba, y mucho. Bajamos a la cafetería de la estación y nos sentamos en una mesa discreta, tras pasar por el bufete y pillarnos un menú de 15 euros. Llevaba una falda negra muy estrecha, tan estrecha que creí que no se la podría sacar esa la noche, y sus ojos negros me parecieron más violentos y atractivos que nunca. Pensé que era una pena no haberme casado con ella. Pero nunca fui su tipo, sobre todo porque mi sueldo no es lo que una mujer de su clase espera de un hombre como yo. Su cabellera rubia y salvaje le caía por los hombros como una promesa de odio. Para mi extrañeza ni tocó el panaché de verduras, porque sacó del bolso, en cuanto nos sentamos, el mismo libro rojo del viejo Norman Mailer que me regaló aquella fatídica y última noche en mi casa que yo no quería ni recordar, porque mi mujer pasó unas semanas insoportables, metiéndose con Susana cada dos por tres, sin mencionar explícitamente su etílico apareamiento con Eduardo, y me gritaba: “Estúpida amiga tuya…, no sabe aguantar una broma, ¡es una remilgada y una hipócrita! ¡Menuda mosquita muerta! Pobre Eduardo. A mí por lo menos se me ve el plumero. ¡Que la follen!”. Yo no entendía el porqué de aquella aversión repentina hacia Susana, si consideramos que fue Rebeca quien forzó la situación. Y así es mi mujer, explosiva e inmisericorde; audaz, tan audaz que creo que tuvimos que pararle los pies, y con un pasado oscuro y escasa familia, ya desaparecida. Gracias a Dios.
Pero vuelvo al almuerzo con Susana en la estación porque tengo la impresión de ver otra vez su pérfida cara abriendo el libro de Mailer. Despegó sus labios rosados para decirme que lo estaba releyendo por enésima vez y no dejaba de asombrarse de las ideas que le rondaban por la cabeza. “La cabeza, sí, la cabeza”, dijo, saboreando esas palabras. La miré perplejo por las significaciones que tienen las cabezas en la novela. Y lo que a continuación vino a contarme me alarmó completamente.
—¿Qué está pasando? —pregunté.
—¿Que qué está pasando? Algo muy de esperar. Tu mujer se está follando a mi marido. ¿Te parece poco? Y desde hace tres meses, desde esa escenita en vuestra cama.
Me sentí como aplastado por un tren de mercancías conducido por Susana.
—¿Estás segura? Son acusaciones muy graves. ¿Tienes pruebas? ¿No será el estrés producido por aquella fea impresión de mi casa? Rebeca es una loca pero… Estábamos borrachos, habíamos fumado, fue una tontería… Ella hace cosas sin sentido, pero liarse con Eduardo…
—No fue una tontería, Rafa, ¡en absoluto!, porque el jodido Eduardo me lo ha confesado esta misma mañana. ¡Está loco por ella y se largan! ¡Se largan! Han estado viéndose todo este tiempo, los muy… Pobre Rafa, esa guarra te la ha pegado bien pegada. Voy a omitir los detalles de la espantosa discusión con mi marido, pero solo te digo que me ha firmado un cheque por más de lo que le hubiera sacado jamás por echarme a un lado y dejarle el camino libre. ¡Pobre imbécil! Nunca nadie me ha humillado de esta forma horrible. ¡Oh, Rafa!, tenemos que hacer algo. ¡Me va a abandonar! Y es la segunda vez que me sucede… ¡No voy a poder soportarlo! ¡Me tenía que haber casado contigo, mierda!
—Venga, Susi, como en los viejos tiempos, eh, mantengamos la calma.
Susana lloraba de nuevo ante mí y no supe qué hacer, ni qué decir, pero la volví a abrazar en medio de la cafetería sin darme cuenta de que era yo el otro destinatario de aquel engaño. Levantó su bonita mirada con sus ojitos enrojecidos y exclamó:
—Pero ¿no te das cuenta? ¡Se largan mañana! —vi en sus labios el color del pánico—. A las siete de la tarde, en tren, y con destino a París, ¿me oyes? ¡A París! Salen desde Chamartín. ¡Y no pongas esa cara! ¿No te lo crees? ¡He visto los dos billetes con mis propios ojos!
Me llevé las manos a la cabeza y pensé en las veces que Rebeca me había pedido que la llevara a París, en ese mismo tren, y por supuesto en Gran Clase, en cabina individual, cocinero y champagne, ¡mucho champagne!; y siempre le di largas. París no es una ciudad que me guste, y viajar en tren, después de gastar todas mis mañanas en las oficinas de una estación, no me ilusionaba especialmente. Y se lo habría sacado al incauto de Eduardo haciendo buen uso de todos sus encantos. El muy estúpido había picado. En el fondo es algo que le pega a Rebeca. A ella le apasionan los trenes nocturnos (es decir: todo aquello que se pueda hacer en la oscuridad) y colarse en las tiendas de una nueva ciudad, a desfalcarlas, si le es posible. Rebeca definitivamente no poseía alma.
Tras las terribles revelaciones del mediodía anterior, e intentando mantener mi cínico escepticismo, solo me podía acordar de que Susana y yo salimos de la estación y nos metimos en una de las cientos de tascas del barrio de Huertas y, luego en otra y luego en otra; y un güisqui, y otro y otro, y así hasta perder el sentido. Creo que tomamos un taxi porque un coche blanco con franja roja casi me atropella. Recuerdo un fuerte empujón para meterme dentro. Luego me vi danzando y danzando como en una pista de baile, y se me ha borrado de la memoria todo lo que hicimos después.
Me levanté por fin del sillón, medio mareado y dispuesto a averiguar qué había sucedido la noche pasada. Enseguida me llamó la atención el hueco de la estantería. ¡Faltaba el libro de Mailer!, el mismo que me regaló Susana y que había desplegado con aire de triunfo en el almuerzo de la estación, si se puede llamar así lo que hicimos. Los pensamientos tenebrosos me llegaban a la cabeza como bombas atómicas. Mi cerebro se convirtió en un banco de niebla. Miré el reloj. Eran las seis de la tarde, faltaba solo una hora para que París me arrebatara a mi mujer. ¿Y si la noche anterior yo había sido capaz de tomar drásticas medidas para evitar ese viaje?, borracho y emporrado para tener valor, empujado por ese tren de mercancías conducido por Susana. ¡No! No me creí capaz de semejante barbaridad. ¡Acabar con la vida de Rebeca! ¡Cortarle la cabeza como en la novela de Mailer! Quizá, esa era la idea retorcida de Susana, con el rollo del libro, para forzarme a hacer algo tan terrible. Llegué a la conclusión de que ciertas mujeres estaban desposeídas de alma. Pero no era el momento de pensar en almas sino en cuerpos, y el de mi mujer no estaba en casa.
Registré frenéticamente todas las habitaciones. Rebeca había sacado sus prendas de los cajones y faltaban zapatos y ropa interior, seguro que todo lo encontraría en su maleta. Quedé atrapado en un mar de dudas y preguntas descabelladas. Estaba seco. Me temblaban las piernas. Fui hacia el mueble bar y me serví una ginebra. Era lo único que había. El trago me despejó enseguida la cabeza y me armé del valor suficiente para acercarme a la maleta de Rebeca, dispuesta en medio del salón, como si alguien la hubiera dejado allí por algún motivo. El gato se había escondido, y fue cuando vi el libro que faltaba de la estantería, tirado detrás de la puerta del salón. Me acerqué como quien se acerca a la escena de un crimen y entorné la puerta lentamente dando con el pie la vuelta a la novela. Para mayor horror estaba manchada como de sangre por los lomos y la di una patada para alejarla de mí como si fuese un inmundo escarabajo. En ese momento sonó un teléfono móvil. Giré la cabeza en dirección a la maleta porque el sonido venía de su interior. Lo dejé sonar y sonar hasta que retornó el silencio más absoluto a mi salón. Ya casi no veía, pues la luz del ocaso estaba desapareciendo por mi balcón.
Debía intentarlo. Tenía que salir de dudas. Miré a mi alrededor y no encontré signos de violencia, ni manchas de sangre, ni nada que indicara las ideas macabras que se me pasaban por la cabeza. Así que me acerqué a la maleta de Rebeca, con la camisa de flores que jamás me pondría, para averiguar qué estaba pasando, si es que pasaba algo o toda mi excitación era producto de la borrachera de la pasada noche. Recordé la clave de la cerradura que enganchaba la cremallera. Hizo clic, y la deslicé lentamente unos centímetros, los suficientes para meter el brazo y encontrarme con lo que me imaginaba: una bolsa como de basura, atada con su cinta de plástico. Algo por dentro me decía: “¡No, no sigas!”, Pero seguí tocando hasta palpar lo que había dentro. Retiré la mano dando un alarido, pues toqué pelo como apelmazado de una cabeza, y me dije: “muchacho, serénate, mantén la calma”. Respiré hondo y volví a introducir el brazo buscando ahora sin tanto temor, para reconocer al tacto el rostro de mi mujer, su nariz puntiaguda y sus pómulos redonditos y ya rígidos, su duro cabello todo revuelto, y la oreja: ¡su oreja!, con los cinco pírsines que yo mismo le había comprado en el Rastro.
¡No quise saber más! Subí la cremallera y volví a colocar el candado. Me temblaban los dedos como si estuvieran pegados a una taladradora. Caí en el detalle del candado. Quien cerró la maleta conocía el código, y Rebeca no pudo ser, estaba claro, y no creo que Susana conociera ese detalle de nuestra intimidad, salvo que se lo hubiera preguntado a mi mujer antes de asesinarla. “Sí, asesinarla”, eso pensé, ¡loco de mí!
Lo primero que pude hacer fue llamar a Susana. Tras cinco inútiles llamadas solo conseguí escuchar su fría voz a través del contestador automático. Cualquiera que haya leído la novela de Mailer, sabrá que lo que encontró en el zulo del bosque de Truro, en el que escondía la marihuana, su loco protagonista Tim Madden, no fue solo la cabeza de su mujer dentro en una bolsa de basura, sino dos, ¡dos cabezas de mujer! Pero yo no iba a ir más allá rebuscando en la maleta de Rebeca para comprobar si solo estaba su cabeza, o dos, y también la de Susana, y sus cuerpos, o lo que el Diablo hubiera escondido en ella.
¿Y si el Diablo era yo? ¿O era Susana? ¿O ambos? Los dos teníamos motivos para asesinar a Rebeca. Pero yo no soy un asesino; como luego se supo que Tim Madden no cometió los dos homicidios cuyas cabezas alguien escondió en su zulo, para incriminarlo.
Me estaba volviendo loco.
El tiempo me acercaba a la salida de ese tren con los prófugos amantes. ¿Y si el idiota de Eduardo había corrido la misma suerte? A ver quién explicaba aquello a la policía.
Así que siguiendo mi negro código de conducta de escritor de poca monta y dispuesto a rematar la situación y resarcirme, me puse la americana. Y con esa pinta de prófugo caribeño con la barba crecida y el pelo de punta por las impresiones, cogí la maleta de Rebeca, con su cabeza dentro, y la rodé hasta el garaje, la metí en el maletero y salí hacia la estación de Chamartín. Su teléfono sonó en la maleta un par de veces durante el trayecto, hasta que paró. Mi terror se desvanecía. Abrí la guantera, cogí un porro de mi cajita de emergencia y me lo encendí. Lo necesitaba para idear lo que le diría al marido de Susana en caso de encontrarlo esperando a mi mujer.
Enseguida vi al majadero de Eduardo en el andén, y respiré aliviado al ver que vivía. Porque aunque fuera un estúpido jugador de polo no se merecía morir. Tampoco Rebeca. Pero ahora no podía pensar en ella. Lo encontré apostado sobre una columna llamando por teléfono. Pensé en el móvil de Rebeca, pero ya no sonaba. Me paré frente a él con la maleta de mi mujer en la mano, como un imbécil.
Cuando levantó la vista me miró como si se le hubiera aparecido el Diablo en persona. Casi da un alarido.
—Tranquilo, hombre. Vengo en nombre de Rebeca —dije con la voz más convincente que pude encontrar en mi garganta—. Soy un pacifista. No me gustan las escenas —¿pero qué idiotez estaba diciendo? Eduardo me miraba con los ojos abiertos como platos, y proseguí:
—A la madre de Rebeca le ha dado otro ataque. Está en la residencia, y mi mujer acompañándola. Ya te habrá contado… La anciana tiene demencia senil y le dan unos ataques terribles, pero se le pasan en 24 horas. Rebeca se dejó el móvil en casa y llamó para que te avisara. Ella es así. Mañana se reunirá contigo donde tú ya sabes. Eso es lo que me dijo: que cogieras el tren sin ella. Mañana a medio día toma un vuelo para la ciudad que tú ya sabes. Y yo, como buen esposo que quiere recuperar a su mujer cuando se harte de ti, vengo a decírtelo, en son de paz —y levanté la mano como si fuese un indio.
—Rafael, ¿te estás burlando? ¿Qué has tomado?
—¡Te lo juro por Dios! Mira, te he traído su maleta, para que la lleves contigo cómodamente en el tren y así mañana ella no tenga que facturar en el aeropuerto; te la pongo en bandeja, tío. Yo soy así, generoso. Quiero que regrese a mi lado.
—No sabía que tuviese a su madre en una residencia —la verdad, yo tampoco, me dije a mí mismo, porque hacía más de diez años que había muerto la pobre mujer.
—Sabes tan pocas cosas de ella… —exclamé, subiendo los hombros.
—Eres un perdedor —dijo con saña Eduardo.
—Bueno…, ya sabes que soy seguidor de Adam Smith, y siempre pensé que la riqueza del hombre proviene de su propio trabajo y no del oro ni la plata, ni del capitalismo salvaje.
No sé, me sentía animado y empezaba a decir tonterías. Para mi suerte, escuchamos los dos la partida inminente del tren. Eduardo dudaba. No sabía qué hacer, perplejo y arrinconado, como a quien le meten un gol. Le acerqué la maleta. La cogió y la levantó en vilo; creí que se le caía, pues pesaba lo suyo y se le fue hacia un lado, pero la subió al vagón haciéndose el fuerte, y él detrás, como un autómata al que le han dado cuerda. Y yo había encontrado la llave.
A modo de despedida, mientras una súbita felicidad acudía a mi encuentro al ver al mentecato de Eduardo subido al tren, con la cabeza de Rebeca en la maleta y vete tú a saber qué más, dije, así de homenaje:
—¡Ah…! Y dile a Susana, si la ves, que los tipos duros sí bailan.
—Vosotros, como siempre, hablando en clave —me contestó, y me dio la espalda con la maleta de Rebeca cogida por el asa haciéndola rodar por la alfombrilla para alcanzar su asiento.
Y viendo partir su tren, de repente, me acordé de todo y salí en desbandada.
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