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Leche de coco y crema de bananas

 Relato publicado en Cuentos del Sismógrafo

 

He de empezar por lo importante, recordando el áspero gusto a higo chumbo que me produjo la mirada de Alberto cuando lo conocí. Cómo lentamente el olor de su cuerpo se iba convirtiendo en un aroma dulzón y áspero que me recordaba al de la leche cortada. Me causó esa grata impresión que posee para mí la belleza mantecosa. Apenas hube mantenido las primeras impresiones con él, la acidez que contenía nuestros primeros saludos por el parque, junto a una emoción repulsiva, dieron paso a la sensación de licuarme en su mirada. Cuando le observaba hablar tirando de la correa de su perro, mi holgada falda disimilaba la húmeda y correosa excitación que se producía en mi cuerpo. Esta transformación se produjo en el trascurso de una sesión de cine erótico a la que me invitó tras entablar nuestra segunda y tímida conversación en el parque de Berlín.

     Conocí a Alberto una tarde de intenso calor de verano. El bochorno abrasador nos arrojaba de nuestros incandescentes y minúsculos apartamentos de la calle Pradillo. Los edificios que bordean el parque se desvanecían tras diez horas expuestos al sol inclemente del mes de Julio de Madrid. Ambos solíamos pasear a nuestros perros por el parque, del que todavía somos vecinos. Nos habíamos visto en numerosas ocasiones alrededor del pequeño estanque, a la entrada de Concha Espina, pero hasta entonces nos esquivábamos con timidez mientras nuestros perros se olfateaban atrozmente.

          Aquella tarde, la que inauguró nuestra historia, al principio, él me pareció un chaval ásperamente gordo y seboso, como embadurnado en mantequilla. Le sudaba la frente, brillante y grasienta. Llevaba una perilla a lo Adolfo Bécquer que me pareció intelectual y morbosa. Vestía con ropa escandalosa de surfista que le queda muy grande; ideal para ocultar su amorfo y celulítico cuerpo, tras el despiste de un deporte para flacos. La verdad: sus camisas de verdes chirriantes y naranjas calientes grabadas con motivos surferos de Tarifa, le daban un aire de chico desesperado en busca de una tabla de surf con dos tetas bien puestas con la que surcar las olas del verano madrileño.

     Pensé entonces que era un tipo desesperado, como tantos otros, por olor a mar y a caracola, en estado de castigo en la meseta castellana, suspirando por un trocito de sal marina entre los dientes y pidiendo a gritos ser rescatado de la sosa y aburrida sequía de su cuerpo.

     Yo, que hasta en la poca agua que concentra mi bañera me puedo ahogar, decidí aceptar un pequeño chapuzón bajo las olas de la camisa de Alberto y surfear en la butaca de un cine porno por las magrosidades de su cuerpo. Subir y bajar por las sudorosas olas de su piel; entrar y salir por los recovecos de sus tintineantes michelines; deslizarme por sus pantalones buscando la isla prohibida entre sus piernas, balancearme por una rama de su palmera y rebozarme entre la arena de su playa desbordada.

¡Ah…! Excelente prefacio para un rato de surf. Lo recuerdo tan bien como si lo tuviera delante. Quedamos en la puerta del cine Max, sólo para adultos de la calle Arapiles. La película se titulaba Sabor a mar. No podía haber en el mundo un nombre mejor para quienes añoran el gusto del líquido salado. Alberto y yo, en cuanto tomamos posesión de nuestras butacas y empezó la película, comenzamos a balancearnos de aquí para allá, hacia arriba y hacia abajo, hacia fuera y hacia adentro. Las protagonistas del film, dos rubias bañistas despampanantes tan desnudas como vinieron a este mundo, hacían saltar a los peces del agua en cabriolas indescriptibles. Las dos eróticas sirenas iban acompañadas por cuatro estrellas masculinas del cine porno que alardeaban de miembros febriles a punto de estallar, desperdigando sus humores por la playa. Rojos y calientes, los actores destacaban sobre la blanca arena como cangrejos apareados, sembrando por la arena a los pocos minutos leche de coco y crema de banana.

     A Alberto se le movían las chichas en obsceno vaivén según avanzaba la película, y el roce de sus carnes producían un ruido lujurioso, semejante al frote de las patas de las cigarras, eso me provocaba una febril excitación. Su olor a sudor salado, mezcla de berberechos y boquerones en vinagre, hacían de mí una cueva marina bajo el mar Mediterráneo, en la que Alberto, ya sin pantalones piratas, entraba y salía buceando con mi pez en su boca.

     En la oscuridad del cine, no nos percatamos de la audiencia, pensando que todos estarían disfrutando al regocijo playero del penetrante argumento y de la belleza y el exceso de sus protagonistas; pues la verdad, ni Alberto ni yo, con mis 120 kilos, pudimos imaginar que todo el mundo nos miraba enfebrecido, y en un flash de lucidez nos dimos cuenta que, durante toda la película, los protagonistas de Sabor a mar éramos nosotros en el oscuro decorado del cine Max.

Para nuestra sorpresa al encender las luces todos los espectadores estaban de pie aplaudiéndonos, entusiasmados por nuestra lujosa actuación. Fue una interpretación tan realista que nuestros asientos, como tablas de surf, nadaban en mil piruetas sobre olas de leche de coco y crema de banana que Alberto y yo derramamos con valentía.

Después de tres años juntos nos amamos locamente y, aprovechando que la obesidad está de moda, nos hemos hecho actores de cine triunfando por todo Madrid como estrellas de mar.

Relato publicado en Cuentos del Sismógrafo

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