Relato publicado en Cuentos del Sismógrafo

 Recuerdo el áspero gusto a higo chumbo que me
produjo su mirada cuando le conocí. Cómo lentamente el olor de su cuerpo se iba
convirtiendo en un sabor dulzón y áspero que me recordaba a la leche cortada.
Desde el principio me causó la grata impresión que posee para mí la belleza
mantecosa.

     Conocí a Alberto una tarde de intenso
calor de verano. El bochorno abrasador nos arrojaba de nuestros incandescentes y
minúsculos apartamentos. Los edificios que bordean el parque de Berlín se desvanecían
tras diez horas expuestos al inclemente sol de agosto de Madrid. Solíamos
pasear a nuestros perros por el parque, del que éramos entonces vecinos. Nos
habíamos visto en varias ocasiones alrededor del pequeño estanque a la entrada
de Concha Espina, pero hasta entonces, nos esquivábamos con timidez buscando
lugares apartados para jugar con nuestros perros.
Apenas hubimos mantenido las
primeras impresiones, la acidez que me produjo nuestros primeros saludos por el
parque, junto a una emoción repulsiva, dio paso en poco tiempo a la sensación
de licuarme en su mirada. De pronto todo cambió, en el trascurso de
una tarde de cine erótico a la que me invitó nada más entablar nuestra segunda
y tímida conversación en el parque.  
          Aquella tarde, al principio, me
pareció un chaval ásperamente gordo y seboso, como embadurnado en mantequilla; le
sudaba la frente, brillante y grasienta. Llevaba una perilla a lo Adolfo
Bécquer que me pareció muy intelectual y morbosa, y vestía con ropa de surfing
que le queda grande; ideal para ocultar su amorfo y celulítico cuerpo, tras el
despiste de un deporte para flacos.
    La verdad, sus camisas de verdes
chirriantes y naranjas calientes grabadas con motivos surferos de Tarifa, le
daban un aire de chico desesperado en busca de una tabla de surf con dos tetas,
con la que surcar las olas del verano madrileño. Pensé en entonces que era un desesperado, como
tantos, por olor a mar y a caracola, en estado de castigo en la meseta
castellana y suspirando por un trocito de sal marina que llevarse a los dientes.
Pedía a gritos ser rescatado de la sosa y aburrida sequía madrileña.
     Yo, que hasta en la poca agua que acumula
mi bañera me puedo ahogar, decidí esa tarde darme un pequeño chapuzón bajo las
olas de la camisa de Alberto, y surfear en la butaca de un cine erótico por las
magrosidades de su cuerpo. Rebozarme entre la arena caliente de su playa. Subir
y bajar por las sudorosas marejadas de su piel. Entrar y salir por los
recovecos de sus michelines. Deslizarme bajo sus pantalones buscando la isla prohibida
entre sus piernas, para escurrirme por el largo tronco de su palmera.
¡Ah…! Excelente prefacio
para un rato de surf.
     Lo recuerdo perfectamente. Quedamos en la
puerta del cine Max, sólo para adultos, de Arapiles. La película se llamaba Sabor
a mar
. No podía haber en el mundo un título mejor para quienes añoran el
gusto del líquido salado. Alberto y yo, en cuanto tomamos posesión de
nuestras butacas y empezó la película, comenzamos a balancearnos de aquí para
allá, hacia arriba y hacia abajo, hacia fuera y hacia adentro. Las
protagonistas, dos rubias bañistas despampanantes con mini tanga brasileño,
hacían saltar a los peces del agua. Las dos eróticas sirenas, acompañadas por cuatro
estrellas masculinas del cine porno, alardeaban de miembros febriles a punto de
estallar. Rojos y calientes los
actores destacaban sobre la playa como cangrejos apareándose, sembrando por la
arena a los pocos minutos, abundante leche de coco y crema de banana.
     A Alberto se le movían las chichas en
obsceno vaivén según avanzaba la película, y el roce de sus carnes producían un
ruido lujurioso, semejante al frote de las patas de las cigarras. Eso me provocaba  una excitación feroz. Su olor a sudor salado, mezcla de berberechos y boquerones
en vinagre, hacían de mí una cueva marina bajo el mar Mediterráneo, en la que
Alberto, ya sin pantalones piratas, entraba y salía buceando con mi pez en su
boca.
     En la oscuridad del cine no nos
percatamos de la audiencia, pensando qué disfrutaban todos al regocijo playero
del penetrante y profundo argumento, y de la belleza y del exceso de sus
protagonistas; pues la verdad, ni Alberto ni yo, con mis 120 kilos, pudimos
suponer que todo el mundo nos miraba enfebrecido. En
un flash de lucidez, nos dimos cuenta que durante todo el tiempo los
protagonistas de la película habíamos sido nosotros, en nuestro particular
decorado. Todos
los espectadores se pusieron de pie al encender las luces, y nos aplaudieron excitados
por nuestra espectacular actuación. Fue una interpretación tan realista que
nuestros asientos, como tablas de surf, nadaban en mil piruetas sobre olas de
leche de coco y crema de banana que Alberto y yo derramamos con excesiva
generosidad.
      Después de tres años juntos, y aprovechando
que la obesidad se ha puesto de moda, nos hemos hecho actores de cine y
triunfamos por todo Madrid como estrellas de mar.
Relato publicado en Cuentos del Sismógrafo

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