He aquí uno de los cuentos que
más me gustan de John Cheever. Un relato de apenas cuatro páginas que subyuga por lo que omite (como
suele ocurrir con los mejores), por lo que no dice, por su tono y ese aire de irremediabilidad
ante la catástrofe. Reunión, una
genialidad entre otras de mi querido Cheever, que por cierto, Richard Ford
escribió en referencia a éste otro homónimo y desarrollado en el mismo lugar, en Central
Station de Nueva York. Salvo que los reunidos no son padre e hijo, sino una pareja.
Intentaré localizarlo. 
REUNIÓN
La última vez que vi a mi
padre fue en Grand Central Station. Yo venía de estar con mi abuela en los
Adirondacks y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en
The Cape; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York
debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su
secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el quiosco de información a
mediodía, y cuando aún estaban dando las doce le vi venir a través de la
multitud. Era un extraño para mí -mi madre se había divorciado tres años antes
y yo no lo había visto desde entonces-, pero tan pronto como lo tuve delante
sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad.
Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él: que tendría que hacer mis
planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido y
me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me
estrechó la mano.
-Hola, Charlie -dijo-. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieras a
mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en
seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.
Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi
madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después
del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón
de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiera gustado que nos
hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado
juntos.
Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante
por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman
discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja
junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre le llamó con
voz potente:
¡Kellner! -gritó-.
¡Garçon! ¡Camarieri! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía
fuera de lugar en el restaurante vacío.
-¿Será posible que no nos
atienda nadie aquí? -gritó-. Tenemos prisa.
Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del
camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
-¿Esas palmadas eran para
llamarme a mí? -preguntó.
-Cálmese, cálmese, sommelier
-dijo mi padre-. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por
encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos gibsons con
ginebra Beefeater.
-No me gusta que nadie me
llame dando palmadas -dijo el camarero.
-Tendría que haber traído el
silbato -dijo mi padre-. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos.
Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos gibsons con
ginebra Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con ginebra Beefeater.
-Creo que será mejor que se
vayan a otro sitio -dijo el camarero sin perder la compostura.
-Esa es una de las más brillantes sugerencias que he oído nunca
-dijo mi padre-. Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí a mi padre y entramos
en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas,
y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de
béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y
empezó a gritar otra vez:
¡Garçon! ¡Cameriere!
¡Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros
dos de lo mismo?
-¿Cuántos años tiene el
muchacho? -preguntó el camarero.
-Eso -dijo mi padre- no es
en absoluto de su incumbencia.
-Lo siento, señor -dijo el
camarero-, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
-De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle -dijo mi
padre-. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único
restaurante de Nueva York. Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos,
Charlie.
Pagó la cuenta, y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los
camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y
las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre
empezó a gritar de nuevo:
-¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este
año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más
exactos, dos Bibson Geefeaters.
-¿Dos Bibson Geefeaters?
-preguntó el camarero, sonriendo.
-Sabe demasiado bien lo que quiero -dijo mi padre muy enojado-. Quiero
dos Beefeater gjbsons y los quiero deprisa. Las cosas han cambiado en la
vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque.
Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
-Esto no es Inglaterra -dijo
el camarero.
-No discuta conmigo -dijo mi
padre-. Limítese a hacer lo que se le dice.
-Creí que quizá le gustaría
saber en dónde se encuentra -dijo el camarero.
-Si hay algo que no soporto
-dijo mi padre- es un criado impertinente. Vámonos, Charlie.
El cuarto establecimiento en
el que entramos era italiano.
-Buon giorno -dijo mi padre-. Per favore, possiamo avere due cocktail
americani, forti, forti.
Molto gin, poco vermut.
-No entiendo el italiano
-dijo el camarero.
-No me venga con esas -dijo mi padre-. Entiende usted el italiano
y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani.
Subito.
El camarero se alejó y habló
con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
-Lo siento, señor, pero esta
mesa está reservada.
-De acuerdo -dijo mi padre-.
Dénos otra.
-Todas las mesas están
reservadas -dijo el encargado.
-Ya entiendo -dijo mi padre-. No desean tenernos por clientes, ¿no
es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all´inferno. Será mejor que nos
marchemos, Charlie.
-Tengo que coger el tren
-dije.
-Lo siento mucho, hijito -dijo mi padre-. Lo siento muchísimo. -Me
rodeó con el brazo estrechándome contra sí-. Te acompaño a la estación. Si
hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club…
-No tiene importancia, papá
-dije yo.
-Voy a comprarte un periódico -dijo-. Voy a comprarte un periódico
para que leas en el tren.
Se acercó a un quiosco y
dijo:
-Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable como para obsequiarme con
uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? -El vendedor se
volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista-.
¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? -dijo mi padre-, ¿es quizá demasiado
difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo
sensacionalista?
-Tengo que irme, papá
-dije-. Es tarde.
-Espera un momento, hijito -replicó-. Sólo un momento. Estoy
esperando a que este sujeto me dé una contestación.
-Hasta la vista, papá -dije; bajé las escaleras, tomé el tren, y
aquella fue la última vez que vi a mi padre.

  • Esta traducción pertenece a José Luis López Muñoz.

  • “Reunión”. JOHN CHEEVER, Cuentos completos, RBA libros, 2012. ISBN: 9788490063958.

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